Existe la leve posibilidad de que esté muerto.
Hoy me levanté, como todas las mañanas, para dirigirme al trabajo. No es lo que quiero pero es lo mejor que pude encontrar por haber estudiado sólo hasta cuarto medio. Almorcé, como casi todos los días, en la cocina. El Juan me acompañó porque tampoco tenía plata para ir a la picá de la esquina donde, por cierto, tienen el mejor churrasco-palta que he probado.
Mi jefe, para variar, me pidió un informe a último momento y me tuve que quedar una hora más en la oficina, así que para cuando salí, ya era de noche. A esa hora todos se apuran por llegar luego a la casa. El frío, el hambre, el cansancio, el sueño. Todo eso impulsa a las piernas para que corran y así poder alcanzar la micro que espera en el paradero afuera del metro. Y eso fue lo que hice.
Una vez arriba, depende de las cosas que ocupan mi cabeza, me relajo mirando la ciudad de noche. Es tan pasiva, expectante. Por la ventana puedo ver mi reflejo y me río de lo sonámbulo que parezco. A veces, ni siquiera me da el ánimo para ponerme a leer así que sólo escucho música para que el viaje se me haga más corto.
Pero justo ahora no recuerdo si llevaba los audífonos puestos. Lo que pasa es que, al igual que yo, tú ibas muy ansioso por llegar a casa. Te entiendo perfecto. El problema es que en estas micros nuevas hay unos asientos en altura donde quedas totalmente a la deriva, a tu suerte, y si una frenada no te pilla concentrado o afirmado, puede que salgas volando, como me pasó. Ni pensar en integrarle un cinturón a los asientos. Creo que a nadie le he escuchado esa idea.
Ahora que lo pienso de esta forma, tú no eres el único culpable de que yo esté mirando a mi señora llorar, sentada en la iglesia, frente a un ataúd con mi fotografía encima, rodeado de arreglos florales.